viernes, 15 de febrero de 2008

Rebelde en las favelas



Es el ángel de la guarda de los más débiles: desde su escuela se ocupa de alimentar, alfabetizar y apoyar psicológicamente a los niños de la calle de las favelas de Río de Janeiro. Semejante tarea sólo es posible con grandes dosis de coraje y toneladas de amor. Estuve con ella durante tres días, en una inolvidable estancia en el lugar más peligroso de Brasil.

Son las 9 am y llueve en Río de Janeiro, una ciudad triste bajo la lluvia. El sol hace que se vea mejor, pero es un espejismo.
Las favelas inundan el paisaje. Río es una metrópolis sobrecogedora, donde los contrastes entre clases son abismales.
Exceptuando el fútbol y los bikinis, lo que más se conoce es la violencia en las calles y la miseria de la vida de los "meninos da rúa" . Y es que la situación en Brasil es crítica: más de 60 millones de personas viven en la pobreza; 23 millones de niños no van a la escuela y cada semana más de 1.000 asesinatos enlutan a cientos de familias.

Un oasis de esperanza

Hay quien pretende cambiar el futuro de un puñado de seres humanos: Yvonne Bezerra de Mello, filóloga, artista plástica y psiquiatra de oficio, después de 12 años al frente de una actividad tan compleja como la de ‘reamueblar’ el alma de los niños callejeros, lo hace desde Uerê, ONG que dirige con mano de hierro y mucho corazón.
Quería conocer a esa mujer de 56 años, atractiva y decidida, a quien los traficantes respetan. Para llegar a la sede es necesario llamar, si vas solo corres el riesgo de que te atraquen o te maten. Yvonne me indica el lugar de encuentro, donde me esperará Ayrton, el chofer de la ONG
Luego de unos minutos llega una camioneta con el logo de Uerê (una cara de un niño feliz con los colores de Brasil, amarillo y verde). Este hombre moreno con cara de buena gente me cuenta lo difícil de los inicios del proyecto, cuando recogía a niños de la calle que lo atacaban o lo robaban. “Ahora muchos conocen el proyecto y vienen voluntariamente, aunque siempre hay casos especiales”.
Llegamos a la casa. En contraste con el exterior, reina “demasiado” silencio. No puedo evitar una punzada de miedo ante tanta tranquilidad en un lugar que esperaba bullicioso. Pero me relajo al descubrir que hay niños que parecen felices corriendo entre paredes con dibujos y mensajes estimulantes: “Tengo derecho a decir lo que pienso”.



Una niña preciosa me sonríe. Le pregunto su edad. Tímidamente contesta: “sete” (siete). “Es Bruna Gonçalves, sus padres son alcohólicos, sufre ataques de pánico”.
Ayrton habla del asunto con absoluta normalidad, familiarizado como está con el dolor. Para mí, sin embargo, es la primera historia trágica que escucho de un niño.
Yvonne está en una de las aulas. Entro para avisarle que llegué. Los niños me ofrecen un “¡Booos diasss!” vibrante y sonoro, se abalanzan sobre mí para abrazarme. Me dicen “tío”, que es como llaman a los mayores. Yvonne, con jeans y una camiseta con el logo de Uerê, está con un niño de 10 años recién llegado, con la mirada perdida y que no puede leer ni escribir. Su madre lo llevó: quiere encontrar la clave del bloqueo; parte de la pedagogía de Yvonne es escudriñar el pasado de los niños y encontrar la fisura emocional que les impide aprender. Le lleva media hora descubrir que el problema del niño se generó cuando, a los seis años, vio cómo una bala perdida asesinaba a su mejor amiga.



Satisfecha por su descubrimiento, Yvonne me lleva a su oficina. Su proyecto es consecuencia de un trabajo que comenzó en Río de Janeiro, en 1981, donde trabajaba con pequeños grupos de niños de la calle: “Ellos estaban ahí, y yo iba todos los días a controlarlos, a ver cómo podía mejorar su situación”. En 1993, un grupo de estos niños fue asesinado por un comando de la policía en un episodio conocido como “Chacina da Candelaria” (La masacre de Candelaria. Con los sobrevivientes, creó su primera ‘escuela’. “Me los llevé debajo de un puente pero después de cuatro años me di cuenta de que trabajar en la calle no da resultados rápidos, y la inmediatez es necesaria con niños en situaciones extremas; sin un lugar al que acudir no había efectividad ni forma de protegerlos y educarlos. Y me planteé crear un centro”.



En uno de los salones un profesor lucha por transmitir el significado de una sencilla ecuación a cinco chicos. Me llama la atención un muchacho muy concentrado, de no más de 13 años. Es Jonathas Santos de Castro. En 1998 su padre fue asesinado ante él por traficantes de la favela; cortado vivo y mutilado, pasearon lo que quedaba de él por todo el barrio. Su madre y él fueron amenazados de muerte: la orden era no hablar de lo que pasó. Tras el suceso, Jonathas dejó de crecer, no habló por tres años y desarrolló una miopía traumática. Yvonne y sus compañeros del centro le dedicaron cinco años de trabajo. Ahora es un niño con una inteligencia superior a los de su edad, una beca de estudio y habla español.



En mi primer día, Yvonne me da una gira por Uerê: tres pequeñas casas, donde niños de entre 4 y 15 años acuden desde las 9 am hasta las 5 pm. No viven allí, llegaron por iniciativa de sus familiares y por la de algunos profesores de las escuelas donde estudiaban. Me muestran la cocina y un comedor. Un segundo piso alberga la biblioteca y una sala de computación.



Luego visito las aulas de los pequeños entre 8 y 10 años, que me saludan con energía, se les ve tranquilos y felices. Cuando saco la cámara una niña trata de agarrarla y me da un mordisco. Así conozco a Yasmine Da Silva, de 8 años. Abandonada por su madre, vive en casa de una señora que cobra por atenderla a ella y a otros niños. El padre la ve cuando puede, prefiere pagar y dejarla allí. Pregunto si hay algún niño que no tenga una historia desagradable. “No, no hay”, confirma Yvonne secamente.

Mi vecino, mi enemigo

Al día siguiente sigue lloviendo. Llego a la oficina de Yvonne y oigo lo que parece ser un tiroteo. Ella ni se inmuta. Le pregunto si son tiros; tranquilamente asegura: “Sí”. Al día siguiente me entero de que eran tiros de la policía, quienes ajusticiaron a tres chicos. Esto es cotidiano en Complexo da Maré, un barrio con 17 enormes favelas y tres bandas que negocian con drogas y armas.
La sede de Uerê está en Baixo de Sapateiro, la zona más peligrosa y pobre de Maré, de donde son casi todos los niños y donde “casi nadie tiene trabajo y pocos poseen calificación profesional”, según Yvonne. De 400 familias, 350 están desempleadas, y sus ingresos por ayudas gubernamentales no llegan a 40 euros mensuales. Uerê está en el radio de acción de dos bandas rivales. En las escuelas de la zona hay una deserción escolar altísima, de 400 niños inscritos la mitad abandona por la presión de las bandas. “En las escuelas hay tráfico de drogas, y por eso las bandas son las que mandan”. Pero, esta mujer se ha ganado el respeto de los traficantes. “Cuando hay una guerra entre rivales, llaman y dicen que cierre el centro, porque habrá un tiroteo, y el peligro es morir por una bala perdida. Con nosotros tienen mucha consideración. No me meto con ellos y ellos no se meten conmigo”. Y es que en las favelas las leyes que mandan son las de los traficantes.

Aprender a ser libre

El problema de los niños es convivir con esa violencia tan carnal.
Todos tienen problemas de aprendizaje y están traumatizados por la realidad que viven. En Uerê refuerzan sus aptitudes y los ayudan a resolver conflictos emocionales.
El sol brilla en mi tercer día de visita. Hay un tiroteo y debo correr pegado a la pared hasta llegar a una de las aulas. Entro a hacer unas fotos en la clase de ballet, pero la profesora me dice que salga: estoy desconcentrando a las niñas. Me voy a la clase de capoeira. Entre los más avezados está Roberta Nunes, de 11años. Su padre, alcohólico, abandonó a la familia. La madre trabaja como empleada doméstica, y no está en casa. El profesor completa su terrible biografía: “Viven con la abuela. La familia recibe 100 euros al mes”.
El ‘milagro’ de que los resultados educativos se noten tan rápidamente (a las dos semanas dan muestras de reaccionar) tiene un procedimiento: se trabaja la autoestima a través de actividades personalizadas, que también estimulan la creatividad y disciplina.



Además se dan clases para recuperar lo que no aprendieron en el colegio y ganar confianza. Yvonne confiesa: “Soy una guerrera porque estoy contra la mediocridad. No me interesa ayudar a los pobres si no van a ser los ricos del mañana. Mi ánimo siempre es bueno. Los niños me dan fuerza, aquí siempre hay alegría. Los problemas me dan energía para conseguir soluciones. Tenemos muy poco dinero para todo, pero nos administramos muy bien”.
Cada niño Uerê cuesta 25 euros al mes. El empeño es que tengan una formación para conseguir empleo.



Antes de irme de nuevo hay tiroteos, Yvonne me tranquiliza:
“Acuérdate de que por aquí no pasan balas”. Yo, de todas formas, me pego a las paredes y necesaria y rápidamente me despido de los niños con besos y abrazos. Me piden que regrese a enseñarles español, que salude a Robinho y a Ronaldo de su parte... y que, por favor, no me olvide de ellos.

Artículo publicado en Yo Dona( España) EME del Nacional( Venezuela)
2005-2006

1 comentario:

Claudia Hernández dijo...

Es sorprendente esta historia, VIVAN LAS HEROÍNAS!!!!!